Colombianas cuenta sus experiencias durante las horas en que tuvieron a sus hijos (2024)

l libro ‘Partos’ es una de las novedades de Filbo y recoge los testimonios de 21 mujeres colombianas que cuenta sus experiencias durante las horas en que tuvieron a sus hijos. El siguiente es uno de estos relatos escrito por Angélica Páez Contreras, bióloga y coach en salud y nutrición.

Créditos: Ilustraciones de Alejandra Hernández

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Parir es más de misterio que de medicina

Angélica Páez Contreras, Editorial Laguna Libros.

Pensé en mil formas de escribir este relato, en mil formas de contar mi historia de parto. Al final decidí que la mejor forma de hacerlo era dedicándotela a ti, hija mía. A ti, que también eres mujer, para que si en algún momento de tu vida decides ser madre, tengas una voz que te susurre al oído que «tú sabes parir» y que «tú puedes hacerlo».

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Nunca conecté con la maternidad hasta que ya estaba «añosa» (así le dicen en el sistema de salud colombiano a las mujeres mayores de treinta y cinco años que decidimos tener hijos), y la verdad es que la idea de tener hijos no me llamaba la atención, quizás debido a la maternidad tan sacrificada que me rodeaba. ¿Por qué iba yo a querer sacrificar mi cuerpo, mi tiempo y mi vida por alguien más? Eso era lo que yo veía en mi madre, en mis tías, en mis abuelas y en muchas más mujeres a mi alrededor.

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Pero como todo en la vida yo lo he hecho a mi manera, a mis cuarenta y tantos años decidí ser madre, después de un matrimonio fallido y en un segundo intento de formar un hogar, esta vez mucho más madura y con mayor claridad sobre quién soy, y además con un compañero de vida con el que me iría hasta el fin del mundo, porque tu papá es un ser humano de otro planeta, con su energía tan tranquila, con una masculinidad balanceada, colaborador, compañero, entregado a su trabajo y su familia, excelente anfitrión y muy atento. Cómo iba yo a perderme de compartir la experiencia de criarte y verte crecer con él. Corrí con la suerte de que tú me eligieras para ser tu madre, un propósito que nunca antes me había planteado y que hoy encuentro sagrado.

Poder crear y dar vida es una experiencia que me conecta profundamente con la divinidad. Desde que supimos que venías en camino decidimos prepararnos. Inicialmente queríamos un parto en casa, con la menor intervención hospitalaria posible, yo soñaba con parir como lo habían hecho mis ancestras. Sin embargo, el ruido de afuera y las opiniones de los demás me hicieron dudar. Los comentarios y miedos de mi familia y los de la familia de tu papá nos hicieron pensar que era mejor estar en un lugar en donde hubiera más control, lo que hoy en día me divierte porque un parto es un escenario en el que nada se puede controlar y que, por el contrario, requiere de rendición total. Yo tenía la placenta un poco baja y eso representaba un riesgo, además del que conlleva tener una una edad supuestamente avanzada para concebir y dar a luz, así que organizamos todo para que el parto fuera natural, pero para que al mismo tiempo ocurriera en una institución médica, con la intención de llenarnos de seguridad y de silenciar un poco esas voces de afuera que hacen todo lo posible por convencerte de que no eres capaz.

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Lo irónico es que parir tiene más que ver con chamanes que con médicos. Para parir necesitas irte a la oscuridad absoluta a traer la luz, te vas a la nada a traer la vida. Y si bien los médicos y enfermeras saben de estadísticas, dosis y medicamentos, muchas veces olvidan que somos las mujeres las que vamos al inframundo a traer esa luz y que ellos son unos espectadores intentando controlar con medicamentos, monitores, escaneos y tactos un proceso tan natural y antiguo como la misma humanidad. Desde que se originó la especie humana hemos parido y lo hemos sabido hacer, está en nuestro instinto, es parte de nuestra biología. Para poder parirte, hija, tuvieron que inducirme. Ya llevabas 40 semanas largas en mi vientre y habíamos recibido un ultimátum médico, debíamos presentarnos en el hospital en una fecha y a una hora determinada, porque si no lo hacíamos, corríamos el riesgo de perderte. Eso es lo que te hacen creer.

Desde que se originó la especie humana hemos parido y lo hemos sabido hacer, está en nuestro instinto, es parte de nuestra biología.

Las semanas que antecedieron el parto hoy me parecen surreales, extrañas y muy intensas. Fueron momentos cargados de ansiedad y de culpa, culpaba a mi cuerpo por no iniciar el proceso, me culpaba a mí por no estar lista para la fecha que nos habían dado como límite. Todos los días dudaba de mi cuerpo y de mí misma, hubo momentos en los que mi mente parecía un hámster corriendo dentro de una rueda sin parar. Caminatas largas, baños de asiento, aceite de ricino, aceite esencial de salvia, infusiones herbales, manteo y encuentros sexuales, rituales con las parteras hicieron parte de las estrategias que empleamos para llamar ese parto, para que todo se iniciara de forma natural pero, hija, tú no querías salir del vientre, no en ese momento. Tú tenías tu propio tiempo, tus propios planes y yo no supe confiar, no supe entregarme al plan divino y soltar.

La mañana antes de presentarnos en el hospital hicimos el último baño de asiento, lloramos y nos tomamos un viche, hicimos un brindis, agradecimos y honramos todos los intentos de iniciar el parto, todos los cuidados del embrazo, todas las caminatas, todas las plantas y rituales que realizamos con la intención de activar ese proceso biológico tan antiguo y natural. Nos fuimos caminando hasta el hospital, yo iba llena de miedo. Un miedo que me carcomía por dentro y que me llenaba de ansiedad. Mi miedo más grande no era el parto en sí, en realidad, mi miedo más grande era que al inducirme todo terminara en una cesárea. Yo no quería parir así, yo quería tener la experiencia del parto vagin*l, sin anestesia y sin que nadie echara mano, sin monitoreos constantes, tactos ni medicamentos.

Yo quería que fuéramos tú y yo las que marcáramos el ritmo y danzáramos en esta experiencia. Era algo que anhelaba y que significaba mucho para mí. Necesitaba sentir que era capaz, que yo tenía el poder y la fuerza para hacerlo, quería demostrármelo a mí misma. Una vez ingresamos al hospital ya nos quedamos ahí, y en ese momento, a pesar de mis miedos y de mi frustración, decidí entregarme al gran misterio, decidí renunciar a la idea que había hecho en mi cabeza y entregarme a lo que fuera que nos tuviera preparada la vida. Ya habíamos tomado la decisión de hacerlo así, era lo que nos daba seguridad a tu padre y a mí, fue lo que acordamos y así comenzamos el proceso. La verdad es que nunca me imaginé que las cosas fueran a transcurrir de la forma en que lo hicieron, yo me sentía derrotada y dispuesta a asumir una cesárea, lo cual, para mí, correspondía al peor escenario. Sin el apoyo incondicional y la calma que caracterizan a tu padre, jamás habríamos logrado el parto que logramos. Él siempre nos acompañó en todo el proceso, siempre me recordó que debía confiar y entregar, confiar y soltar. Al final así lo hice. Así lo hicimos.

Esa noche iniciaron con la inducción, dosis mínimas de oxitocina sintética directo al torrente sanguíneo, gota a gota se fue madurando ese útero, gota a gota se fue abriendo cada vez más mi cuerpo. Porque así yo sintiera que algo andaba mal con él y que me había fallado, en realidad venía haciendo un trabajo de apertura previo, invisible a los ojos de la medicina tradicional, pero que afortunadamente las doulas y los ojos entrenados para reconocer estas sutilezas sí perciben y reconocen. Mi pelvis ya se había empezado a abrir, eso se nota en mi espalda baja, en el «rombo de Michaelis» que es una protuberancia que se empieza a formar en la parte baja de la cintura y que anuncia el espacio que el bebé va creando para salir. Las doulas siempre me lo recordaron, ellas confiaban en mí y en mi cuerpo, en este cuerpo que sabe parir. A la mañana siguiente subieron la dosis de oxitocina y para mi sorpresa, a las 7 a.m. rompí membranas.

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Sentí como si se hubiera reventado una burbuja, un ¡plop! seco que anunciaba que tú, hija mía, también te estabas alistando y que pronto nos veríamos a los ojos. Ahí empezaron las contracciones, pasaron de ser leves y llevaderas a muy intensas e insoportables. Esa mañana transcurrió entre el inframundo, a donde me iba con cada contracción y cada blanqueada de ojos, y esta dimensión, a donde regresaba cada vez que monitoreaban algo en mi cuerpo. Recité todos los mantras y canté el canto carnático, intentando abrir la garganta, relajar la mandíbula y dejar que fluyera el parto, sin anestesia, crudo y rudo, como lo soñaba, como lo quería. A las diez de la mañana ya mi cuerpo estaba abierto por completo, ya había alcanzado a dilatar 9 cm y estaba lista para pasar de la habitación privada a la sala de partos.

Eso fue lo que sintió el médico al realizar el tacto de rigor y eso mismo era lo que yo venía sintiendo en mí, mi cuerpo estaba listo. Para ese momento todo había avanzado muy rápido, todo iba por buen camino, con un dolor que alcanzaba a llegar hasta los huesos, con una fuerza que atropella y deja casi sin aliento cada vez que viene la ola, cada vez más seguido; una contracción tras otra, y ahí, cuando sentía que no iba a poder más, llegó la doula a acompañarnos y volví a agarrar fuerzas, volví a sentirme capaz, volví a sentirme poderosa. Estuvimos más o menos una hora y media en ese limbo, entre el inframundo y la realidad, entre la oscuridad y la luz. Luego regresaron las enfermeras y el médico a la habitación y nos alistaron para pasar a la sala de parto. Fuimos caminando despacio y al llegar, nos acomodaron en una camilla.

Estuvimos más o menos una hora y media en ese limbo, entre el inframundo y la realidad, entre la oscuridad y la luz. Luego regresaron las enfermeras y el médico a la habitación y nos alistaron para pasar a la sala de parto.

Ahí, la doula ya no nos acompañaba y volvimos a ser tres: tu papá, tú y yo; más el cuerpo médico, pero para mí ellos eran casi invisibles, porque los que nos parimos fuimos nosotros tres, el resto eran solo espectadores. Trabajamos duro, hija, y en esa etapa final, trabajamos más duro que nunca, tú y yo, sincronizadas, contrayéndonos y expandiéndonos en cada minuto, tú abriéndote paso entre mi estrecho cuerpo, y yo rompiéndome, abriéndome para dejarte pasar. A la 1:30 p.m. me atravesaste por completo, justo en el momento en el que yo sentía que no podía más, cuando estaba a punto de llorar porque no salías y yo ya me sentía sin fuerzas, cuando cada vez que pujaba para que salieras tú parecías querer devolverte, justo ahí, a la 1:32 p.m. para ser más exacta, justo en ese momento, saliste, después de haber escuchado a tu padre susurrarme al oído que recordara que cuando creemos no poder más, es cuando sale el bebé. Y saliste, hija mía, y recuerdo claramente cuando te pusieron sobre mi pecho, recuerdo lo que sentí cuando tus ojos y los míos se encontraron.

Recuerdo que el tiempo se detuvo y se hizo eterno; en ese instante yo entendí y sentí a Dios, a esa energía que está presente en todo, a esa omnipresencia, a la creación misma, a esa luz infinita que somos, que eres y que veía y aún veo en tus ojos. Ahí se me estalló el corazón, se me hizo enorme, se llenó de amor, de amor infinito e incondicional. Te quedaste unos minutos sobre mi regazo, mientras el cordón umbilical dejaba de latir, luego tu padre, con ayuda del médico, hizo el corte. Yo te miraba asombrada, besaba tu cabeza y te daba las gracias, mientras repetía en voz alta que lo habíamos logrado. Después de expulsar la placenta me pasaron de nuevo a la camilla, y tu padre se encargó de vestirte y de acompañar al pediatra mientras te pesaban y revisaban cuál era tu estado general de salud. Estabas sana, eras grande y para mis ojos eras la bebé más hermosa del mundo. Transcurrieron unos quince minutos antes de volvernos a ver. L

legaste con tu padre, él te llevo cargada a donde yo me encontraba y por fin pude cargarte y ponerte en mi pecho. Yo no dejaba de sonreír, tú te agarraste de inmediato y empezaste a succionar. Las dos estábamos inundadas de oxitocina, el ambiente se sentía surreal, como si estuviéramos viviendo un sueño. Regresó la doula a reclamar la placenta y nos tomamos unas fotos. Nos abrazamos, te observamos con detenimiento, lloramos y nos felicitamos. Logramos lo que queríamos, estabas aquí, estabas sana y tuvimos el parto que tanto anhelábamos. Nos sentíamos victoriosas. Yo ya no quería separarme nunca de ti. Volvimos a la habitación en donde estábamos instalados, descansamos y comimos. Necesitábamos reponer fuerzas después de ese gran trabajo. Hoy, a dos meses de tu llegada, sigo maravillada de lo que logramos, del trabajo que juntas hicimos y de cómo nos sincronizamos los tres en una danza creadora para que tú llegaras a esta dimensión. Gracias, Úrsula, por elegirnos, gracias por hacernos conocer este amor, esta energía, este Dios, y por llenarnos de vida.

Nunca me había sentido tan poderosa, nunca me había sentido tan capaz. Hace dos meses también nací yo, nací como madre. Ahora se me hincha el corazón de orgullo al decir que soy tu madre. Ahora entiendo ese amor del que tanto hablan las madres, ese que solo ellas saben entregar, porque ahora también yo lo siento, también yo lo soy. Ahora respeto y honro profundamente ese título. Ser tu mamá me hizo volver a nacer. Tú me has llenado de vida, me haces sentir invencible, me haces sentir que puedo con todo. Nunca había sido tan valiente, tan transparente y nunca me había sentido tan vulnerable y cruda a la vez.Hija, quiero que recuerdes y sepas que eres dueña y soberana de tu cuerpo, que nadie nunca podrá decirte qué puedes o no hacer con él. Quiero que siempre recuerdes que si algún día decides ser madre, tú sabes y puedes parir, como las ancestras, como la Eva, como las mamíferas, como las lobas salvajes, así el mundo a tu alrededor intente convencerte de lo contrario. Todas, absolutamente todas, sabemos parir.

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